La violencia arrecia en Sinaloa.
Narcobloqueos,
enfrentamientos armados y amenazas empañaron la celebración del Día de la
Independencia. Marcaron este fin de semana como la jornada más letal desde el
estallido de la guerra entre Ismael El Mayo Zambada y Los Chapitos, los hijos
de Joaquín El Chapo Guzmán, a principios de la semana pasada. Los 14 asesinatos
registrados el 15 de septiembre y los tiroteos entre “civiles armados” y
elementos de las Fuerzas Armadas en la zona de La Campiña, en el oriente de
Culiacán colocan al Estado en el primer lugar de homicidios en el país.
¿Es un
buen momento para leer la emblemática entrevista realizada por el maestro Julio
Scherer García al ahora prisionero en Estados Unidos Ismael Zambada García (ElMayo Zambada)?
¿Quizá nos ayude a entender un poco la importancia del capo como contrapeso de los hijos del chapo?
https://www.sopitas.com/noticias/historica-entrevista-mayo-zambada-julio-scherer-proceso/ |
Un día
de febrero recibí en Proceso un mensaje que ofrecía datos claros acerca de su
veracidad. Anunciaba que Ismael Zambada deseaba conversar conmigo. La nota daba
cuenta del sitio, la hora y el día en que una persona me conduciría al refugio
del capo. No agregaba una palabra. A partir de ese día ya no me soltó el
desasosiego. Sin embargo, en momento alguno pensé en un atentado contra mi
persona. Me sé vulnerable y así he vivido. No tengo chofer, rechazo la
protección y generalmente viajo solo, la suerte siempre de mi lado. La
persistente inquietud tenía que ver con el trabajo periodístico.
Inevitablemente debería contar las circunstancias y pormenores del viaje, pero
no podría dejar indicios que llevaran a los persecutores del capo hasta su
guarida. Recrearía tanto como me fuera posible la atmósfera del suceso y su
verdad esencial, pero evitaría los datos que pudieran convertirme en un
delator. Me hizo bien recordar a Octavio Paz, a quien alguna vez le oí decir,
enfático como era: “Hasta el último latido del corazón, una vida puede rodar
para siempre.”
Una
mañana de sol absoluto, mi acompañante y yo abordamos un taxi del que no tuve
ni la menor idea del sitio al que nos conduciría. Tras un recorrido breve,
subimos a un segundo automóvil, luego a un tercero y finalmente a un cuarto.
Caminamos en seguida un rato largo hasta detenernos ante una fachada color
claro. Una señora nos abrió la puerta y no tuve manera de mirarla. Tan pronto
corrió el cerrojo, desapareció. La casa era de dos pisos, sólida. Por ahí había
cinco cuadros, pájaros deformes en un cielo azuloso. En contraste, las paredes
de las tres recámaras mostraban un frío abandono. En la sala habían sido
acomodados sillones y sofás para unas diez personas y la mesa del comedor
preveía seis comensales. Me asomé a la cocina y abrí el refrigerador, refulgente
y vacío. La curiosidad me llevó a buscar algún teléfono y sólo advertí aparatos
fijos para la comunicación interna. La recámara que me fue asignada tenía al
centro una cama estrecha y un buró de tres cajones polvosos. El colchón, sin
sábana que lo cubriera, exhibía la pobreza de un cobertor viejo. Probé el agua
de la regadera, fría, y en el lavamanos vi cuatro botellas de Bonafont y un
jabón usado. Hambrientos, el mensajero y yo salimos a la calle para comer,
beber lo que fuera y estirar las piernas. Caminamos sin rumbo hasta una fonda
grata, la música a un razonable volumen. Hablamos sin conversar, las frases
cortadas sin alusión alguna a Zambada, al narco, la inseguridad, el ejército
que patrullaba las zonas periféricas de la ciudad. Volvimos a la casa desolada
ya noche.
Nos
levantaríamos a las siete de la mañana. A las ocho del día siguiente
desayunamos en un restaurante como hay muchos. Yo evitaba cualquier expresión
que pudiera interpretarse como un signo de impaciencia o inquietud, incluso la
mirada insistente a los ojos, una forma de la interrogación profunda. El tiempo
se estiraba, indolente, y comíamos con lentitud. Las horas siguientes
transcurrieron entre las cuatro paredes ya conocidas. Yo llevaba conmigo un
libro y me sumergí en la lectura, a medias. Mi acompañante parecía haber nacido
para el aislamiento. Como si nada existiera a su alrededor, llegué a pensar que
él mismo pudiera haber desaparecido sin darse cuenta, sin advertirlo. Me duele
escribir que no tenía más vida que la servidumbre, la existencia sin otro
horizonte que el minuto que viene.
¡Ya
nos avisarán!
–me
dijo sorpresivamente
–. La
llamada vendrá por el celular.
Pasó
un tiempo informe, sin manecillas. “Paciencia”, me decía. Salimos al fin
a la oscuridad de la noche. En unas horas se cruzarían el ocaso y el amanecer
sin luz ni sombra, quieto el mundo.
Viajamos
en una camioneta, seguidos de otra. La segunda desapareció de pronto y ocupó su
lugar una tercera. Nos seguía, constante, a cien metros de distancia. Yo sentía
la soledad y el silencio en un paisaje de planicies y montañas. Por veredas y
caminos sinuosos ascendimos una cuesta y de un instante a otro el universo
entero dio un vuelco. Sobre una superficie de tierra apisonada y bajo un techo
de troncos y bejucos, habíamos llegado al refugio del capo, cotizada su cabeza
en millones de dólares, famoso como El Chapo y poderoso como el colombiano
Escobar, en sus días de auge, zar de la droga. Ismael Zambada me recibió con la
mano dispuesta al saludo y unas palabras de bienvenida:
–Tenía
mucho interés en conocerlo.
–Muchas
gracias –respondí con naturalidad.
Me
encontraba en una construcción rústica de dos recámaras y dos baños, según pude
comprobar en los minutos que me pude apartar del capo para lavarme. Al exterior
había una mesa de madera tosca para seis comensales, y bajo un árbol que
parecía un bosque, tres sillas mecedoras con una pequeña mesa al centro. Me
quedó claro que el cobertizo había sido levantado con el propósito de que el
capo y su gente pudieran abandonarlo al primer signo de alarma. Percibí un
pequeño grupo de hombres juramentados. A corta distancia del narco, los
guardaespaldas iban y venían, a veces los ojos en el jefe y a ratos en el
panorama inmenso que se extendía a su alrededor. Todos cargaban su pistola y
algunos, además, armas largas. Dueño de mí mismo, pero nervioso, vi en el suelo
un arma negra que brillaba intensamente bajo un sol vertical. Me dije,
deliberadamente forzada la imagen: podría tratarse de un animal sanguinario que
dormita.
–Lo
esperaba para que almorzáramos juntos–, me dijo Zambada y señaló la silla que
ocuparía, ambos de frente.
Observé
de reojo a su emisario, las mandíbulas apretadas. Me pedía que no fuera a decir
que ya habíamos desayunado. Al instante fuimos servidos con vasos de jugo de
naranja y vasos de leche, carne, frijoles, tostadas, quesos que se desmoronaban
entre los dedos o derretían en el paladar, café azucarado.
–Traigo
conmigo una grabadora electrónica con juego para muchas horas–, aventuré con el
propósito de ir creando un ambiente para la entrevista.
–Platiquemos
primero.
Le
pregunté al capo por Vicente, Vicentillo.
–Es mi
primogénito, el primero de cinco. Le digo “Mijo”. También es mi compadre.
Zambada siguió en la reseña personal:
–Tengo
a mi esposa, cinco mujeres, quince nietos y un bisnieto. Ellas, las seis, están
aquí, en los ranchos, hijas del monte, como yo. El monte es mi casa, mi
familia, mi protección, mi tierra, el agua que bebo. La tierra siempre es
buena, el cielo no. –No le entiendo. –A veces el cielo niega la lluvia.
Hubo
un silencio que aproveché de la única manera que me fue posible:
–¿Y
Vicente?
–Por ahora no quiero hablar de él. No sé si
está en Chicago o Nueva York. Sé que estuvo en Matamoros.
–He de
preguntarle, soy lo que soy. A propósito de su hijo, ¿vive usted su extradición
con remordimientos que lo destrocen en su amor de padre?
–Hoy no voy a hablar de “Mijo”. Lo lloro.
–¿Grabamos?
Silencio. –Tengo muchas preguntas–, insistí ya debilitado.
–Otro
día. Tiene mi palabra.
Lo
observaba. Sobrepasa el 1.80 de estatura y posee un cuerpo como una fortaleza,
más allá de una barriga apenas pronunciada. Viste una playera y sus pantalones
de mezclilla azul mantienen la línea recta de la ropa bien planchada. Se cubre
con una gorra y el bigote recortado es de los que sugieren una sutil y
permanente ironía.
–He
leído sus libros y usted no miente–, me dice.
Detengo
la mirada en el capo, los labios cerrados.
–Todos
mienten, hasta Proceso. Su revista es la primera, informa más que todos, pero
también miente.
–Señáleme
un caso.
–Reseñó
un matrimonio que no existió.
–¿El
del Chapo Guzmán?
–Dio hasta pormenores de la boda.
–Sandra
Ávila cuenta de una fiesta a la que ella concurrió y en la que estuvo presente
El Chapo. –Supe de la fiesta, pero fue una excepción en la vida del Chapo. Si
él se exhibiera o yo lo hiciera, ya nos habrían agarrado.
–¿Algunas
veces ha sentido cerca al Ejército?
–Cuatro
veces. El Chapo más.
–¿Qué
tan cerca?
–Arriba,
sobre mi cabeza. Hui por el monte, del que conozco los ramajes, los arroyos,
las piedras, todo. A mí me agarran si me estoy quieto o me descuido, como al
Chapo. Para que hoy pudiéramos reunirnos, vine de lejos. Y en cuanto
terminemos, me voy.
–¿Teme que lo agarren?
–Tengo
pánico de que me encierren.
–Si lo
agarraran, ¿terminaría con su vida?
–No sé
si tuviera los arrestos para matarme. Quiero pensar que sí, que me mataría.
Advierto
que el capo cuida las palabras. Empleó el término arrestos, no el vocablo
clásico que naturalmente habría esperado. Zambada lleva el monte en el cuerpo,
pero posee su propio encierro. Sus hijos, sus familias, sus nietos, los amigos
de los hijos y los nietos, a todos les gustan las fiestas. Se reúnen con
frecuencia en discos, en lugares públicos y el capo no puede acompañarlos. Me
dice que para él no son los cumpleaños, las celebraciones en los santos,
pasteles para los niños, la alegría de los quince años, la música, el baile.
–¿Hay
en usted espacio para la tranquilidad?
–Cargo
miedo.
–¿Todo
el tiempo?
–Todo.
–¿Lo
atraparán, finalmente?
–En
cualquier momento o nunca.
Zambada
tiene sesenta años y se inició en el narco a los dieciséis. Han transcurrido
cuarenta y cuatro años que le dan una gran ventaja sobre sus persecutores de
hoy. Sabe esconderse, sabe huir y se tiene por muy querido entre los hombres y
las mujeres donde medio vive y medio muere a salto de mata.
–Hasta
hoy no ha aparecido por ahí un traidor.
–,
expresa de pronto para sí. Lo imagino insondable.
–¿Cómo
se inició en el narco? Su respuesta me hace sonreír.
–Nomás.
–¿Nomás? Vuelvo a preguntar:
–¿Nomás? Vuelve a responder:
–Nomás.
Por
ahí no sigue el diálogo y me atengo a mis propias ideas: el narcotráfico como
un imán irresistible y despiadado que persigue el dinero, el poder, los yates,
los aviones, las mujeres propias y ajenas con las residencias y los edificios,
las joyas como cuentas de colores para jugar, el impulso brutal que lleve a la
cúspide. En la capacidad del narcotráfico existe, ya sin horizonte y
aterradora, la capacidad para triturar. Zambada no objeta la persecución que el
gobierno emprende para capturarlo. Está en su derecho y es su deber. Sin
embargo, rechaza las acciones bárbaras del Ejército. Los soldados, dice, rompen
puertas y ventanas, penetran en la intimidad de las casas, siembran y esparcen
el terror. En la guerra desatada encuentran inmediata respuesta a sus
acometidas. El resultado es el número de víctimas que crece incesante. Los
capos están en la mira, aunque ya no son las figuras únicas de otros tiempos.
–¿Qué
son entonces? –pregunto. Responde Zambada con un ejemplo fantasioso:
–Un
día decido entregarme al gobierno para que me fusile. Mi caso debe ser
ejemplar, un escarmiento para todos. Me fusilan y estalla la euforia. Pero al
cabo de los días vamos sabiendo que nada cambió.
–¿Nada,
caído el capo?
–El
problema del narco envuelve a millones.
¿Cómo
dominarlos?
En
cuanto a los capos, encerrados, muertos o extraditados, sus reemplazos ya andan
por ahí. A juicio de Zambada, el gobierno llegó tarde a esta lucha y no hay
quien pueda resolver en días problemas generados por años. Infiltrado el
gobierno desde abajo, el tiempo hizo su “trabajo” en el corazón del sistema y
la corrupción se arraigó en el país. Al presidente, además, lo engañan sus
colaboradores. Son embusteros y le informan de avances, que no se dan, en esta
guerra perdida.
–¿Por
qué perdida?
–El
narco está en la sociedad, arraigado como la corrupción.
–Y
usted, ¿qué hace ahora?
–Yo me
dedico a la agricultura y a la ganadería, pero si puedo hacer un negocio en los
Estados Unidos, lo hago. Yo pretendía indagar acerca de la fortuna del capo y
opté por valerme de la revista Forbes para introducir el tema en la
conversación. Lo vi a los ojos, disimulado un ánimo ansioso:
–¿Sabía
usted que Forbes incluye al Chapo entre los grandes millonarios del mundo?
–Son
tonterías.
Tenía
en los labios la pregunta que seguiría, ahora superflua, pero ya no pude
contenerla.
–¿Podría
usted figurar en la lista de la revista?
–Ya le
dije. Son tonterías.
–Es
conocida su amistad con El Chapo Guzmán y no podría llamar la atención que
usted lo esperara fuera de la cárcel de Puente Grande el día de la evasión.
¿Podría contarme de qué manera vivió esa historia?
–ElChapo Guzmán y yo somos amigos, compadres y nos hablamos por teléfono con
frecuencia. Pero esa historia no existió. Es una mentira más que me cuelgan.
Como la invención de que yo planeaba un atentado contra el presidente de la
República. No se me ocurriría.
–Zulema
Hernández, mujer del Chapo, me habló de la corrupción que imperaba en Puente
Grande y de qué manera esa corrupción facilitó la fuga de su amante.
¿Tiene
usted noticia acerca de los acontecimientos de ese día y cómo se fueron
desarrollando?
–Yo sé
que no hubo sangre, un solo muerto. Lo demás, lo desconozco. Inesperada su
pregunta, Zambada me sorprende:
–¿Usted
se interesa por El Chapo?
–Sí,
claro.
–¿Querría
verlo?
–Yo lo
vine a ver a usted.
–¿Le
gustaría…?
–Por
supuesto.
–Voy a
llamarlo y a lo mejor lo ve. La conversación llega a su fin. Zambada, de pie,
camina bajo la plenitud del sol y nuevamente me sorprende:
–¿Nos
tomamos una foto?
Sentí
un calor interno, absolutamente explicable. La foto probaba la veracidad del
encuentro con el capo. Zambada llamó a uno de sus guardaespaldas y le pidió un
sombrero. Se lo puso, blanco, finísimo.
–¿Cómo
ve?
–El
sombrero es tan llamativo que le resta personalidad.
–¿Entonces
con la gorra?
–Me
parece.
El
guardaespaldas apuntó con la cámara y disparó.
Esta
entrevista se publicó por primera vez el 4 de abril del 2010 en la edición 1744
de la revista Proceso y luego el 6 de enero de 2019 en la edición 2201 del
mismo semanario.
Redacción Sonar
Edición Sonar
Imágenes:
Puedes consultar la entrevista original en: https://www.proceso.com.mx/reportajes/2019/1/7/el-mayo-zambada-julio-scherer-garcia-si-me-atrapan-me-matan-nada-cambia-218151.html
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